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APÍTULO PRIMERO
La detonación rasgó el aire y luego repercutió como un trueno que
se aleja, rompiendo el silencio de las montañas.
El hombre que saltaba de roca en roca, vio, de repente, frenada
su carrera. Lanzó un alarido y cayó hacia atrás, resbalando de
peñasco en peñasco, hasta perderse en el abismo.
Luego, se produjo de nuevo el silencio.
Ninguno de los seis hombres que quedaban vivos parecía
respirar.
El sheriff de Roll, a orillas del río Gila, murmuró:
—Éramos nueve…
En efecto, nueve hombres decididos y excelentes tiradores
empezaron aquella aventura, y sólo seis de ellos podían contarlo,
por el momento. De seguir así, era evidente que pronto tendrían que
retirarse, con el rabo entre piernas.
Pero eso era algo que nunca haría Tek, el sheriff de Roll.
Dirigió una ojeada circular al panorama. Había visto caer a la
tercera parte de sus efectivos, desde luego, pero las posiciones que
ahora ocupaban eran excelentes. Sólo una treintena de pasos les
separaban de la casa de troncos desde la que partían los disparos.
Y la persona que estaba allí no podría escapar, puesto que tenía
cortada la retirada.
Sólo hacía falta tener paciencia. No cometer ninguna
imprudencia más.
Hizo una seña para que todos dirigieran fuego graneado contra
la puerta.
Las balas pespuntearon la entrada, haciendo saltar esquirlas de
madera y convirtiendo el interior en una sucursal del infierno.
Nadie contestó a su fuego.
La persona a la que acorralaban debía ya estar muerta. O en
todo caso, no había modo de que se asomara para responder a los
disparos, puesto que el huracán de plomo que se abatía sobre la
puerta le impedía todo movimiento.
El sheriff Tek hizo una nueva seña.
Uno de sus hombres se adelantó, abandonando su escondite.
Llevaba en la derecha un objeto, que brillaba a los últimos rayos del
sol.
Daba la sensación de que un gesto en falso podía desencadenar
una catástrofe.
Y, en efecto, así era, porque lo que brillaba al sol era el cristal de
una botella llena de nitroglicerina.
El simple contacto podía hacerla estallar.
El hombre se fue acercando, poco a poco, protegido por los
incesantes disparos de sus compañeros, tenía que caminar con
tiento entre los peñascos, al borde de los cuales se abrían
profundos abismos.
Tek vigilaba su avance, paso a paso, con mal contenida
expresión de ansiedad.
El plan era permitir que aquel hombre se acercase hasta allí y
lanzara la botella de nitro al interior de la casa. La explosión la haría
saltar.
Ya estaba casi a la distancia ideal para el lanzamiento.
Dos pasos más.
Uno.
¡Y desde la casa no respondían al fuego! ¡Ya nadie podía hacer
nada, por evitar el fin!
De pronto, sonó un disparo.
Fue increíblemente certero, porque alcanzó al atacante, a pesar
de que éste se había movido con gran habilidad, no dejando apenas
ángulo de tiro.
El hombre cayó hacia el abismo, lanzando un alarido espantoso,
sin soltar la botella de nitro.
La explosión que se oyó abajo hizo retemblar las rocas.
El sheriff Tek hubo de cerrar los ojos.
Sus dientes tamborileaban y la mandíbula se le movía como la
de un viejo.
El fuego graneado continuaba contra la puerta, pero, por el
momento, sabían todos que aquello era inútil. No conseguirían su
presa a tiros, sino rindiéndola por hambre.
Tek hizo un gesto para que cesaran los disparos.
Con voz que temblaba de rabia, gritó:
—¡Has matado a cuatro de mis hombres, maldita! ¡Ahora ya no
esperes piedad! ¡Haré que pagues esto con lágrimas de sangre!
Porque la que estaba cercada dentro de la casa, en aquel
desnudo laberinto de rocas, era una mujer.
* * *
La voz que respondió sonaba extrañamente serena, dentro de la
casa.
—¡No crea que esto me gusta, sheriff, pero no me han dejado
otro remedio!
—¡Quisimos detenerte!
—¡Miente! ¡Lo que hicieron fue disparar sobre mí, apenas me
echaron el ojo encima!
La voz que surgía de la casa era tensa, pero armoniosa.
Debía pertenecer a una mujer joven.
Y el sheriff Tek sabía que lo era. ¡Vaya, si lo sabía! Silvia era una
de las mujeres más bonitas y jóvenes que había visto jamás.
Lástima que tuviera que matarla.
Porque Silvia estaba condenada a muerte, y él era el encargado
de ejecutar la sentencia.