Table Of ContentLa China de Mao y después:
Una historia de la República Popular
Maurice Meisner
Córdoba: Editorial Comunicarte. 2007.
PREFACIO A LA TERCERA EDICIÓN EN INGLÉS
Terminé el manuscrito de la primera edición de Mao’s China a fines del verano
de 1976, unas pocas semanas antes de la muerte de Mao Zedong. Agregué
apresuradamente el hecho de la desaparición de Mao (y, como resultó, de la
desaparición del maoísmo y de la época de la revolución campesina) al manuscrito
mientras lo estaba preparando para enviar a The Free Press para su publicación.
En Mao’s China intenté evaluar el registro histórico de los comunistas chinos en
el poder, a través de los estándares de sus propios valores socialistas y objetivos
marxistas proclamados, y encontrar las deficiencias en ese registro. El primer cuarto de
siglo de la República Popular fue una época de inmensos logros sociales y materiales,
así como un período de grandes crueldades y crímenes. Inauguró la transformación
industrial moderna del país más poblado del mundo, el cual, a lo largo del siglo previo,
había llegado a ser uno de los más atrasados y miserables. Durante la época de Mao, los
comunistas chinos realizaron un intento notable, aunque imperfecto y al final fallido, de
reconciliar los imperativos de la modernización con los objetivos del socialismo. Entre
los fallos de “la transición de China al socialismo” (como tanta gente, y con tantas
esperanzas, la celebrara alguna vez) sobresalió la ausencia de todo intento serio de crear
las condiciones de democracia política esenciales para la nueva sociedad imaginada. El
maoísmo fue una doctrina que no apreció la verdad elemental de que “el autogobierno
de los productores”, para retomar la famosa expresión de Karl Marx, es un rasgo
esencial en toda sociedad que pueda proclamarse socialista. Por esto, al cierre del
período de Mao, China permanecía como un orden dominado burocráticamente que no
era ni reconociblemente capitalista ni genuinamente socialista1. Tal, en resumen, era la
conclusión de la primera edición de Mao’s China.
La redacción de la segunda edición, publicada en 1986 bajo el título Mao’s
China and After, fue emprendida, en parte, para corregir errores fácticos e
interpretativos, en base a la nueva información sobre el período de Mao que llegó a
estar disponible en los primeros años después de su muerte, especialmente acerca de la
desventurada campaña del Gran Salto Adelante (1958-1960) y la Revolución Cultural
de fines de los años sesenta. En su mayor parte, la segunda edición fue escrita para
tomar en cuenta los cambios imprevistos y de gran envergadura que tuvieron lugar en
China como resultado de las reformas de Deng Xiaoping. Escribiendo a comienzos de
los años ochenta, interpreté el desencadenamiento de las fuerzas del mercado como un
recurso para servir a los objetivos nacionalistas y modernizadores del estado comunista
1 Maurice Meisner, Mao’s China (New York: The Free Press, 1977), pp. 386-389.
2
chino, un monolito burocrático que parecía erigirse como una barrera infranqueable
tanto para el socialismo como para el capitalismo2.
Mi conclusión se demostró errada, ya que la verdad es que el estado comunista,
lejos de ser un obstáculo para el capitalismo chino, ha sido su agente y promotor
esencial. A través de las dos décadas pasadas, China ha experimentado el periodo de
desarrollo capitalista más masivo y más intensivo de la historia del mundo, más allá de
lo que Deng Xiaoping y los otros dirigentes comunistas hayan pretendido en 1979. Por
esto, la redacción de la tercera edición de esta historia ha sido emprendida
principalmente para explorar los orígenes, la naturaleza peculiar y las consecuencias
sociales del capitalismo chino.
La nueva edición agrega forzosamente quince años a la historia política de la
China posterior a Mao, llevando la historia del comunismo chino hasta el último año del
milenio, el año que también marca el quincuagésimo aniversario de la República
Popular. La suma de una década y media al relato histórico, y un intento de presentar un
análisis inteligible del desarrollo del capitalismo chino, han hecho al texto más largo de
lo que era en la edición previa. He intentado compensar parcialmente esto purgando
palabras y frases superfluas a través del texto y eliminando secciones en mi relato de la
época de Mao que trataban de eventos que hoy parecen mucho menos significativos e
interesantes que en los años setenta.
Debería aclarar también que el sistema de transcripción tradicional Wade-Giles
para romanizar los nombres y términos chinos ha sido reemplazado a lo largo del libro
por el ahora más ampliamente usado sistema pinyin, con la excepción de libros y
artículos originalmente publicados con títulos y nombres de autores presentados a la
antigua manera.
La mayoría de lo escrito en las siguientes páginas está basado en los trabajos de
muchos investigadores y periodistas que han producido miles de libros, artículos e
informes sobre la China moderna y contemporánea. Mi deuda con ellos está sólo parcial
y muy inadecuadamente reconocida por medio de breves referencias a sus escritos en
las notas a pie de página y la bibliografía. Temo que he utilizado sus trabajos para
arribar a interpretaciones que muchos de ellos no comparten.
Estoy agradecido con muchos amigos y colegas que han leído partes o la
totalidad de las diversas ediciones del manuscrito a través de los años y me han ofrecido
agudas críticas y sugerencias. Entre aquellos que fueron especialmente generosos con su
tiempo y sabiduría están Donald Klein, James Sheridan, Arif Dirlik, Robert Pollin, Lin
Chun, Robert Marks y Cui Zhiyuan. Estoy en deuda con Carl Riskin por permitirme
tomar prestado tan excesivamente de China’s Political Economy, su magnífico libro
sobre la historia económica china posterior a 1949, y de sus otros escritos, muy
perspicaces. Y le debo especial gratitud a Frederick Vanderbilt Field, un amigo muy
especial.
Aprecio enormemente el apoyo y los comentarios de muchos de mis colegas en
el Departamento de Historia de la Universidad de Wisconsin-Madison, especialmente
Theodore Hamerow y Stanley Kutler. Bill Brown y Tom McCormick nunca conocerán
cuántos de sus agudos comentarios – la mayoría realizados informalmente durante los
almuerzos en el Caspian Cafe – finalmente encontraron su camino hacia esta nueva
edición.
Les debo mucho a los estudiantes de postgrado que participaron en mi seminario
sobre historia moderna de China por más de dos décadas y contribuyeron en gran
2 Maurice Meisner, Mao’s China and After (New York: The Free Press, 1986), pp. 482-485.
3
medida a la realización de este libro. Lo hicieron planteando y discutiendo muy
perspicazmente muchos de los problemas que el libro intenta abordar, comentando
sobre varios fragmentos o partes del manuscrito que a veces les he impuesto, y
permitiéndome generosamente tomar prestado ideas de sus ponencias y tesis. He
aprendido mucho de ellos. No los puedo nombrar a todos ellos aquí, pero debo
reconocer agradecido las específicas contribuciones de Bob Marks, Paul Pickowicz,
Catherine Lynch, Lee Feigon, Brenda Sansom, Wang Yaan-iee, C. K. Kung, Dan
Meissner, Tom Lutze, Lisa Brennan y el fallecido Lin Weinan, quien muriera
trágicamente joven.
También aprecio enormemente los informes de Marilyn Young y William
Joseph, los lectores independientes de The Free Press, sobre los nuevos capítulos que
conforman la Parte VI. Sus comentarios me alentaron considerablemente en un punto
monótono en la preparación de la versión final, y sus sugerencias me salvaron de más
errores de hecho y omisión de los que el libro ahora contiene.
Con atraso, deseo expresar mi cálido aprecio a Joyce Seltzer, antigua editora jefe
en The Free Press, cuyas “intervenciones creativas” fueron en buena medida
responsables por la segunda edición y quien realizó los arreglos iniciales para la
publicación de esta edición. Estoy muy agradecido con Bruce Nichols, actual editor jefe
en The Free Press, por su apoyo, su profesionalismo y su magnífico manejo de autores
indisciplinados. Y fui muy afortunado en The Free Press al tener la asistencia editorial
de Caryn-Amy King, quien proporcionó habilidad, apoyo y paciencia – todos en
abundante medida.
Mi mayor deuda es con Lynn Lubkeman, quien, en materia de sustancia y de
estilo, fue tan generosa con su conocimiento y tiempo como lo es con su amor.
Harvey Goldberg, a quien la segunda edición de este libro estaba dedicada,
murió poco después de que el volumen fuera publicado. Esta nueva edición está
dedicada a la memoria de Harvey – el mayor de los maestros, el más firme de los
amigos, y el más leal de los camaradas, en el mejor sentido de este buen vocablo
(aunque se haya abusado mucho de él).
M.M.
Madison, Wisconsin
Agosto 1998
4
PARTE I: LA HERENCIA REVOLUCIONARIA
CAPÍTULO 1: EL IMPERIALISMO OCCIDENTAL Y LA DEBILIDAD DE LAS
CLASES SOCIALES CHINAS
La historia de la revolución en la China moderna comienza a mediados del siglo
XIX, con una rebelión campesina cristiana que fracasó, y llega a su clímax, aunque de
ningún modo a su conclusión, a mediados del siglo XX con una revolución campesina
dirigida por marxistas que tuvo éxito. Significativamente, las ideologías tanto de la
rebelión Taiping de 1850-1865 como de la revolución comunista, alrededor de un siglo
más tarde, fueron extraídas no de la milenaria tradición china, sino de fuentes
intelectuales occidentales modernas. Hong Xiuquan, dirigente de la masiva rebelión
Taiping que estuvo muy cerca de derrocar a la dinastía manchú reinante, era un
autoproclamado discípulo del dios cristiano (y, él creía, el hermano menor de
Jesucristo), mientras que Mao Zedong, a su manera particular, fue un moderno discípulo
de Karl Marx. Por mucho que sus respectivas ideologías fueran “sinificadas” y
adaptadas a las condiciones históricas chinas (y hubo mucha adaptación en ambos
casos), ni Hong ni Mao se presentaron a sí mismos como sabios chinos en una tradición
china de sabios. En cambio, ambos aparecieron en la escena histórica china como
iconoclastas, portadores de nuevas visiones sociales y profetas de nuevos órdenes
sociales basados en verdades universales derivadas de tradiciones políticas e
intelectuales occidentales.
En la toma en préstamo de ideologías occidentales para servir a los objetivos
revolucionarios chinos está reflejado el papel central del imperialismo occidental en
moldear la historia de la China moderna. Y un papel que el imperialismo jugó fue
profundamente revolucionario, si bien no intencionalmente. El imperialismo fue
revolucionario no sólo en sentido social y económico, sino también cultural e
intelectualmente. El imperialismo no sólo socavó el viejo orden confuciano – haciendo
entonces posible y en verdad necesaria una revolución – sino que proveyó, como un
subproducto, nuevas ideas e ideologías que volvieron al proceso revolucionario
moderno chino contra las tradiciones e instituciones del pasado. Los revolucionarios
chinos utilizaron herramientas e ideas occidentales no sólo para librar a China del yugo
imperialista extranjero, sino también para sacudirse el yugo de la tradición china. Las
nuevas visiones del futuro excluían un orden social basado en el confucianismo tanto
como una China dominada por Occidente. El rechazo del pasado histórico-cultural
chino proclamado en la versión Taiping del igualitarismo radical cristiano tocó una
cuerda iconoclasta que reverberaría por más de un siglo.
Teniendo en cuenta el cuadro histórico general de China como la tierra de la
tradición petrificada, retratando a los chinos en su “respuesta al Oeste” como
virtualmente inmovilizados a causa de su ligazón conservadora a los valores sociales y
culturales confucianos tradicionales, es bueno tener en mente que la historia
revolucionaria moderna china comenzó de una manera iconoclasta. El rechazo de la
herencia histórico-cultural china en la versión Taiping del igualitarismo cristiano radical
introdujo un fuerte impulso anti-tradicional que sería asumido de diferentes formas por
los movimientos revolucionarios posteriores, especialmente por la intelligentsia
iconoclasta de la época del Cuatro de Mayo, desde cuyas filas surgirían los fundadores y
primeros dirigentes del Partido Comunista Chino.
Por mucho que una defensa conservadora de los valores culturales tradicionales
pueda haber inhibido los intentos conservadores chinos de modernización (y en el
5
fracaso de los conservadores en cambiar a China estuvo involucrado algo más que la
cultura), hay poca evidencia que apoye la extendida suposición de que el cambio
revolucionario moderno chino puede ser comprendido en términos de la supervivencia
de los patrones tradicionales de pensamiento y comportamiento. Los revolucionarios
chinos tendieron a adoptar lo que era percibido como las ideas e ideologías más
radicales que podía ofrecer Occidente, y a derivar de esas ideas e ideologías visiones
radicales del futuro que exigían una ruptura fundamental con las vías del pasado. La
preocupación revolucionaria estuvo siempre centrada en la difícil situación y el futuro
de China; no obstante, el objetivo no era revitalizar las viejas tradiciones chinas, sino
encontrar vías para enterrarlas.
Sin embargo, las ideas e ideologías solas no crean situaciones revolucionarias, y
mucho menos revoluciones. La situación social moderna china era potencialmente
revolucionaria, haciendo de las ideas revolucionarias (y los impulsos iconoclastas)
fuerzas históricamente dinámicas. De nuevo, en el crucial ámbito social, el imperialismo
extranjero jugó un papel decisivo. Pero fue un papel contradictorio, tanto revolucionario
como contrarrevolucionario, que creó una situación moderna revolucionaria y no
obstante, a la vez, inhibió la consumación de una revolución moderna. El imperialismo,
como predijo Karl Marx, sirvió como “la herramienta inconsciente de la Historia” al
crear las condiciones para una revolución social en China y, en verdad, en todas las
sociedades precapitalistas del mundo no occidental contra las que chocó. Por viles que
fueran los motivos que lo impulsaban y por brutales que fueran los métodos que lo
caracterizaron, el imperialismo fue una fuerza histórica necesaria para disgregar las
sociedades estancadas y atadas a la tradición, aparentemente incapaces de dirigirse hacia
la historia moderna por sí mismas. Para Marx, el imperialismo era una fuerza que
“derrumba todas las murallas chinas”, que “obliga a todas las naciones, si no quieren
sucumbir, a adoptar el modo de producción burgués; las obliga a introducir la llamada
civilización, es decir, a hacerse burgueses. En una palabra, se forja un mundo a su
imagen y semejanza”3.
Pero Marx era muy optimista acerca de los efectos socioeconómicos definitivos
del imperialismo en China. Seguramente, la arremetida occidental del siglo XIX en
verdad demolió las murallas del viejo imperio chino, humillándolo a través de repetidas
guerras y de los tratados desiguales impuestos a raíz de ellas, y contribuyendo a la
desintegración de la estructura política tradicional. Y la introducción de las modernas
fuerzas de producción capitalistas occidentales socavó y transformó en gran medida el
orden económico tradicional, particularmente en los puertos de los tratados y sus
alrededores, donde dominaba el poder político y militar extranjero. No obstante, el
nuevo mundo chino no estaba rehecho a la imagen del mundo burgués occidental, como
Marx había anticipado. El capitalismo moderno en China, introducido bajo los auspicios
imperialistas extranjeros, mantuvo un carácter ajeno y se desarrolló sólo en forma
limitada y distorsionada. Surgió una burguesía moderna china, pero era una clase
numéricamente pequeña y económicamente débil, que permanecía en gran medida
dependiente de las fuerzas del imperialismo extranjero que le habían dado nacimiento.
Además, era una burguesía principalmente comercial y financiera, y no industrial,
sirviendo en gran medida como intermediaria entre el mercado chino y el mercado
mundial capitalista. En un país semicolonial donde el sector moderno de la economía
estaba dominado por la presencia imperialista, es difícil de esperar que la novata
3 Karl Marx y Frederick Engels, “Manifesto of the Communist Party” (1848), en Selected Works (Moscú:
Foreign Languages Publishing House, 1950), pp. 36-37. Existe edición en castellano: “Manifiesto del
Partido Comunista”, en Carlos Marx y Federico Engels, Obras escogidas, Tomo I (Moscú: Ediciones en
Lenguas Extranjeras, sin fecha), p. 26.
6
burguesía china pudiera haber sido algo más que una extensión del capitalismo
extranjero, por más que miembros individuales de esa clase puedan haber nutrido
resentimientos nacionalistas contra la dominación extranjera. Bastante natural e
inevitablemente, una burguesía pequeña y débil – especialmente dedicada más al
comercio y a las finanzas que a la industria – estaba acompañada por un proletariado
urbano diminuto y mal desarrollado. Cuando cayó el régimen imperial, en 1911, no
había más de un millón de trabajadores industriales en un país de cuatrocientos millones
de habitantes – y la mayoría trabajando en pequeños talleres carentes de fuerza
mecánica. Extraídos principalmente del campesinado, más que de los artesanos urbanos
tradicionales, los obreros conservaban fuertes lazos con sus aldeas nativas y con las
tradiciones campesinas. Estos factores, sumados a la pobreza numérica de la clase
obrera, militaron en contra del desarrollo de un sentido moderno de conciencia de clase
proletaria.
Por esto, la estructura social moderna de China estaba marcada por la debilidad
de las clases sociales modernas: una burguesía débil y un proletariado aún más débil.
Pero no sólo las clases modernas eran insignificantes; la situación histórica moderna
china se caracterizaba fundamentalmente por la debilidad de todas las clases sociales.
Ya que el surgimiento de la burguesía y el proletariado, ambos en estado embrionario,
fue acompañado por la decadencia en poder y prestigio de la clase dominante
tradicional de aristócratas-terratenientes. Mientras el imperialismo minaba las bases del
estado burocrático imperial con el cual la aristocracia estaba tan estrechamente
interrelacionada, los propietarios terratenientes-aristocráticos encontraron más
redituable continuar explotando a los campesinos en la forma parasitaria tradicional. Y
esta forma llegó a ser cada vez más parasitaria en tanto que las oportunidades
tradicionales para la obtención de la riqueza a través de la burocracia (y la moral
tradicional burocrática y confuciana pone límites a la explotación) declinaron junto con
la desintegración del viejo orden político. A causa de la falta de visión, oportunidad y
capital, relativamente pocos miembros de la vieja clase dominante se volcaron hacia el
comercio y la industria modernos o hacia formas modernas de agricultura comercial. La
aristocracia tradicional china, por esto, permaneció mayoritariamente tradicional en un
mundo chino social e intelectual post-tradicional; de sus filas no surgió ninguna “elite
modernizadora” capaz de promover el desarrollo económico o ejercer el poder político.
A pesar de que la aristocracia permaneció económica y políticamente dominante a nivel
local en el campo hasta la revolución comunista, fue una clase cada vez más débil y
parasitaria, en bancarrota moral e intelectual, e incapaz de expresión política a nivel
nacional.
La decadencia de la aristocracia fue el factor más importante que impidió la
reforma del viejo régimen imperial desde adentro, acelerando por esto la llegada de una
situación revolucionaria. Ese factor, sumado a la ausencia de una burguesía viable y de
un estado fuerte y centralizado, evitó que China siguiera lo que Barrington Moore ha
denominado “la ruta conservadora hacia la modernización”, similar a la seguida por el
Japón Meiji. El intento se hizo, por supuesto. Luego de la represión de la rebelión
Taiping y las humillaciones de las Guerras del Opio, los conservadores partidarios del
“auto-fortalecimiento” buscaron “modernizar” a China para defender el imperio de la
amenaza imperialista externa y preservar el viejo orden sociopolítico confuciano
interno. Pero fue un esfuerzo débil. Su futilidad se reveló con la aplastante derrota que
sufrió China en 1895 a manos de Japón, y en los últimos años del siglo, cuando China
fue virtualmente repartida en una media docena de colonias extranjeras. La dinastía
moribunda subsistió por otra década y salió calladamente de la escena histórica con la
semi-revolución de 1911.
7
La desintegración y colapso del orden imperial, al cual la aristocracia había
provisto la base social por tan largo tiempo, aceleró, a su vez, la decadencia de la
aristocracia en los tiempos modernos. El final del imperio eliminó los símbolos políticos
de la ideología confuciana que tradicionalmente habían justificado la posición
dominante de la aristocracia en la sociedad china, y privó a los miembros de esa clase
de la red burocrática de la cual habían dependido por tanto tiempo para obtener riqueza
y protección política. La aristocracia renqueó por el siglo XX como una clase
terrateniente agonizante, capaz de poco más que de proseguir con las más despiadadas
formas tradicionales de explotación sociopolítica, ahora sin refrenar por sanciones
tradicionales políticas o morales. Los campesinos, que fueron las víctimas de esa
explotación, finalmente tendrían la oportunidad de retribuir la crueldad de la aristocracia
terrateniente del mismo modo, aunque de diferente manera: en la crueldad de una
revolución social agraria que, al fin, eliminaría a la aristocracia como clase social a
mediados del siglo XX.
Por el momento, es importante tomar nota de un diferente resultado histórico de
la decadencia de la aristocracia: la tendencia, en la China moderna, a que el poder
político y militar quedara divorciado del poder social y económico. Se da generalmente
el caso histórico, al menos en la perspectiva histórica occidental, que la declinación del
poder y prestigio de una clase social otrora dominante esté acompañada por el ascenso
de una nueva clase social. Casi todas nuestras reflexiones acerca del ascenso y
decadencia de las clases sociales, acerca de la relación entre poder económico y político
en general, y acerca de la revolución, están dominadas por categorías derivadas de la
experiencia histórica occidental moderna. La parte más importante de nuestra
conciencia histórica es la transición del feudalismo al capitalismo, una época que vio el
surgimiento de nuevas fuerzas capitalistas de producción e intercambio, el
socavamiento del poder de la aristocracia y el ascenso final de la burguesía moderna al
dominio social y político.
No obstante, en la China moderna este no era precisamente el caso histórico.
Mientras que la decadencia de la aristocracia puede ser atribuida en gran medida al
impacto del imperialismo occidental, ninguna clase social asociada con las nuevas
fuerzas de producción capitalistas se alzó para asumir la posición dominante en la
sociedad china que la aristocracia había sido forzada a abandonar. Como se ha notado,
la burguesía y el proletariado industrial modernos chinos eran clases
extraordinariamente débiles. Productos del capitalismo occidental, eran sin embargo
pálidos reflejos de sus contrapartes occidentales.
Quedaban, por supuesto, las masas campesinas, que constituían la gran mayoría
de la población china. Pero la vida campesina permanecía tradicional en una época en
que el orden tradicional chino se estaba desintegrando; las nuevas fuerzas económicas
aumentaron las ya asombrosas cargas que los campesinos soportaban, agregando nuevas
formas de explotación a las cada vez más opresivas formas tradicionales, pero sin
cambiar la vieja estructura socioeconómica agraria o los modos de vida y pensamiento
tradicionales. En virtud de la real naturaleza de su existencia económica, muy localista y
de auto-subsistencia, el campesinado era una clase social débil, provincial en
perspectivas y sin los medios para articular políticamente sus reclamos e intereses en la
escena política nacional. Como en los tiempos tradicionales, la sociedad china moderna
descansaba sobre la base del trabajo campesino, pero durante la mayoría de la historia
china moderna los campesinos tuvieron poco que decir o hacer acerca de la dirección
social o política que China seguía. El campesinado chino tenía el potencial para la
acción política efectiva – y, en verdad, para la revolución – pero no era un potencial que
pudiera realizarse espontáneamente; requería el liderazgo, la organización y la ideología
8
provistos por los miembros de las otras clases para hacer de los campesinos chinos los
actores históricos modernos y no simplemente las víctimas de la historia moderna.
Como clase en sí, el campesinado era políticamente impotente, a la vez que carecía de
poder social o económico.
Sin embargo, fue crucial la declinación y decadencia de la aristocracia
terrateniente, la clase que había sido dominante en la sociedad china por más de dos
milenios, sumada a una burguesía moderna que era muy embrionaria para establecerse
como una clase social verdaderamente independiente. Una aristocracia cada vez más
parasitaria sobrevivió a la caída del viejo orden imperial en 1911, sólo porque la
burguesía china era incapaz (y, en verdad, carecía de la voluntad) de eliminarla.
Aquí encontramos las bases sociales para un fenómeno histórico chino moderno
de crucial importancia: la relativa independencia del poder político respecto a los
poderes social y económico. En una situación en la cual ninguna clase social era
dominante, en la cual todas eran débiles, el poder político tendía a ser cada vez más
independiente de las clases sociales y a dominar a la sociedad en general. Esta tendencia
se manifiesta en el crecimiento de bases de poder político-militar regionales durante la
última mitad del siglo XIX; en el colapso virtualmente inmediato (excepto de nombre)
de la república de tipo burgués establecida por la Revolución de 1911 y la consecuente
dictadura del militarista Yuan Shikai (1912-1916), y el subsiguiente surgimiento abierto
de un régimen de señores de la guerra a lo largo de la década siguiente. El poder
político independiente basado en la fuerza militar no sólo fue característico de estos
vestigios de tipo tradicional prolongados para condicionar la vida política del siglo XX,
sino que también fue característico de los partidos políticos modernos chinos, el
Guomindang y el Partido Comunista Chino (PCCh). Ni la historia del Guomindang ni la
del PCCh pueden ser comprendidas simplemente en términos de partidos políticos que
representaban los intereses de clases sociales particulares. Seguramente, ambos partidos
llegaron a estar involucrados de varias formas con diversos grupos sociales y sus
intereses. Pero mientras los terratenientes y las clases mercantiles y financieras de las
ciudades costeras llegaron a estar ligados al Guomindang, este no era simplemente un
partido de terratenientes y banqueros; los “banqueros de Shanghai” fueron siempre más
dependientes del poder militar y político de Chiang Kai-shek de lo que éste y su partido
lo fueron del apoyo económico de las clases pudientes urbanas. Y mientras el PCCh
llegó al poder gracias al masivo apoyo y participación campesinos, no se transformó en
un partido campesino en el proceso de la revolución de base rural que dirigió; era un
partido que resultaría ser mucho más revolucionario que los campesinos que lo
apoyaron decisivamente para vencer. Ambos partidos políticos modernos operaron en
una situación histórica en que los políticos y las políticas no estaban tan determinados
por los intereses de las clases sociales, sino que los poseedores del poder político y
militar determinaban el destino de las clases sociales.
Fue un fenómeno chino moderno que mantuvo un potencial revolucionario
especial a la vez que tuvo implicancias históricas conservadoras. Las manifestaciones
conservadoras son evidentes en el surgimiento de bases de poder provinciales semi-
independientes hacia el final de la dinastía Qing, en las satrapías de los señores de la
guerra del siglo XX, y en el régimen del Guomindang posterior a 1927. En todos estos
casos, el poder político no servía para cambiar a la sociedad china, sino para preservar
las relaciones socioeconómicas existentes, especialmente en el campo. El potencial
revolucionario se manifestaría en el surgimiento de una elite político-intelectual que le
daría al movimiento revolucionario un impulso más radical que el que su base de clase
social hubiera podido garantizar.
9
CAPÍTULO 2: LA DESERCIÓN DE LOS INTELECTUALES
Aunque los rebeldes campesinos Taiping, a mediados del siglo XIX, habían sido
los primeros en presentar un desafío revolucionario a la aristocracia y al orden
sociopolítico confuciano, la historia moderna de la revolución china no comenzó
verdaderamente hasta alrededores de fin de siglo, cuando algunos miembros de la
aristocracia comenzaron a volverse en contra de los valores y modos de obrar
confucianos de su propia clase. En la década de los años 1890, un número pequeño pero
muy significativo de hijos de la elite burocrático-terrateniente tradicional comenzó a
perder confianza en la utilidad (y finalmente en la validez moral) de los valores e
instituciones tradicionales confucianos. Influidos por las ideas occidentales y a la vez
agudamente conscientes de la incapacidad del viejo régimen para responder con eficacia
a la amenaza cada vez más grave que el imperialismo extranjero le planteaba a la
verdadera existencia de China, llegaron a estar intelectualmente alienados con respecto
a los valores y creencias tradicionales. Y la alienación intelectual pronto llevaría a la
alienación política y social. Reacios a aceptar incondicionalmente los valores
santificados tradicionalmente, algunos se mostraron renuentes a suceder a sus padres
como gobernantes en el viejo sistema. Una porción de jóvenes aristócratas-letrados, los
hijos de la elite gobernante tradicional, se desprendió de sus ataduras de clase social y
formó el núcleo de un nuevo estrato en la sociedad china – una intelligentsia moderna
de cuyas filas surgirían los dirigentes de los movimientos revolucionarios modernos.
Los hijos de la aristocracia – en efecto, desertores de su propia clase – serían quienes
proveerían la ideología y el liderazgo a una revolución que finalmente destruiría a la
aristocracia como clase social.
El tradicional prestigio de los letrados en China no fue, como a menudo se ha
sugerido, lo que hizo a los intelectuales tan importantes políticamente en la historia del
siglo XX, sino más bien las condiciones del ambiente histórico moderno chino. En una
situación caracterizada por una desintegración social y cultural masiva, por un increíble
caos político, una situación en la cual todas las clases sociales eran débiles y ninguna
dominante, la intelligentsia podía operar como una fuerza virtualmente autónoma e
influenciar decisivamente el curso del desarrollo histórico.
Pero los intelectuales no pueden hacer la historia por sí mismos. Habiendo
cortado los lazos con su propia clase social, llegaron a ser socialmente independientes
pero permanecieron política e históricamente impotentes. Sólo cuando la intelligentsia
sintió la necesidad y percibió la oportunidad de vincularse a otras clases sociales, de
llegar a ser la portavoz política que expresara el descontento social y político de las
masas empobrecidas y de dirigir las actividades de estas hacia nuevas formas de acción
política, sólo entonces la intelligentsia fue capaz de apreciar y apropiarse de las
potencialidades para el cambio revolucionario que ofrecía la situación histórica china
moderna. Sólo entonces fue capaz de sacar ventaja de la oportunidad de modelar la
realidad social de acuerdo con sus ideas, ideales y visiones. Las semillas de la
revolución china moderna fueron sembradas en la década de los años 1890, cuando los
hijos de la aristocracia perdieron la creencia en su derecho moral a suceder a sus padres
como gobernantes y surgieron como un estrato social independiente. Pero la revolución
china moderna, hablando propiamente, no comenzó hasta tres décadas más tarde,
cuando la historia de la intelligentsia llegó a entrelazarse con la historia de la gente
común.
Esta relación histórica crucial sólo comenzó a ser forjada en los años veinte, con
el surgimiento de un segmento de orientación específicamente marxista en la
10
intelligentsia. Esta, sin embargo, no apareció súbitamente como resultado de ningún
simple acto de iluminación instantánea producido por la revolución bolchevique rusa y
la coincidente llegada de las teorías de Marx y Lenin. Aquellos que llegarían a ser los
dirigentes del PCCh hallaron iluminador el mensaje revolucionario marxista porque
percibieron en él una solución para la crisis de la sociedad china. Pero la forma en que
percibían la situación china, y aplicaron el marxismo para intentar resolver esa difícil
condición, estuvo influenciada profundamente por las predisposiciones intelectuales
preexistentes.
Nacionalismo e Iconoclastia
La curiosa combinación de nacionalismo e iconoclastia cultural es una de las
más sorprendentes características de la historia de la intelligentsia china moderna. Es
apenas sorprendente que los intelectuales chinos fueran muy nacionalistas, ya que el
nacionalismo y el antiimperialismo eran inherentes a las condiciones históricas reales de
las que surgió la intelligentsia. No fue fortuito que las primeras acciones políticas
significativas de los intelectuales modernos llegaran en el momento en que un
imperialismo extranjero más agresivo amenazaba a China con el desmembramiento
territorial y la colonización. En 1895, la China imperial fue humillada por la fuerza
militar de un Japón modernizador. Y ese fue el año en que Sun Yat-sen lanzó la primera
de sus fallidas aventuras revolucionarias anti-manchúes. Y, más significativamente, el
año en que Kang Youwei organizó a unos mil trescientos jóvenes miembros de la elite
aristocrático-letrada para protestar contra la capitulación del gobierno de Beijing ante
Japón y para defender cambios institucionales de gran envergadura, vistos como
necesarios para la supervivencia de China como nación. El evento señaló el comienzo
de la deserción de los intelectuales del viejo orden; reflejaba no sólo la extendida
insatisfacción con el sistema tradicional entre un número sustancial de los hijos más
prominentes de la clase gobernante, sino también su resistencia a asumir sus cargos
burocráticos asignados en un sistema en el que habían perdido confianza. Para mediados
de la década de los años 1890, China no era ya la tierra de los complacientes letrados
confucianos que alimentaban una confortante creencia en la superioridad moral de la
civilización china frente al inminente desastre nacional.
En los años siguientes, durante la ofensiva frenética para dividir a China en
esferas de influencia por parte de la colonización extranjera, las actividades políticas de
los intelectuales asumieron nuevas formas y una mayor urgencia. Sus esfuerzos
culminaron en la heroica pero desventurada “Reforma de los Cien Días” de 1898, el
famoso golpe que intentó cambiar a China desde arriba, pero que fue abortado por un
contragolpe que puso a China de vuelta donde estaba: en las manos de burócratas
corruptos y de una clase gobernante aristocrática decadente.
En las actividades políticas y escritos influyentes de los intelectuales desafectos
de la década de los años 1890 se reflejaba un nuevo compromiso nacionalista con China
como un estado-nación en un mundo dominado por estados-naciones imperialistas
predadores. La preocupación predominante no era conservar una cultura china particular
o un orden social chino particular (aunque algunos trataron de salvar lo que pareciera
ser rescatable de la tradición), sino más bien construir un estado y una sociedad chinos
fuertes que pudieran sobrevivir y prosperar en un escenario internacional hostil. Esta
preocupación condicionó la comprensión intelectual y los usos políticos de todas las
ideas e ideologías nuevas, sin excluir el credo internacionalista del marxismo.
Mientras que el surgimiento de una intelligentsia ardientemente nacionalista
estuvo en cierto sentido dictado por las circunstancias históricas modernas de China, no