Table Of ContentCRITICÓN, 81-82,2001, pp. 317-330.
El diálogo del narrador
con el narratario en el Guzmán de
Alfarache de Mateo Alemán
Michel Cavillac
Universidad de Burdeos
«Yo pienso de mí lo que tú de ti»
(Guzmán de Alfarache, II P., cap. 1).
Conocida es la preocupación, cuasi obsesiva, de Mateo Alemán por la recepción de
sus obras y singularmente del Guzmán de Alfarache donde tres prólogos —nada
menos— van enderezados a iluminar el territorio del público lector1. La idea clave de
dicho paratexto es que la «poética historia» del galeote-atalaya ha de leerse, en buena
medida, entre líneas: «mucho dejé de escribir, que te escribo» (I, lll)2, se le advierte al
«discreto lector» así invitado a cooperar a un mensaje que el autor prefirió implicitar
hasta cierto punto.
Pues bien, esa lectura virtual que Alemán anhela ver actualizada por el Lettore
Modello (en palabras de Umberto Eco) no se inscribe solamente en el espacio
paratextual; se insinúa también en el mismo texto a través de la conversación que el
narrador sostiene con su narratario o destinatario interno de la fábula3. El fenómeno es
tan relevante que, según algunos críticos, el Guzmán podría considerarse como un
diálogo entre el galeote-escritor y un interlocutor anónimo que —bien mirado— se va
1 Véanse, en especial, Márquez Villanueva, 1990, y Cayuela, 1996, pp. 115-117 («Le cas de Mateo
Alemán : la création d'un public»).
2 Cito por la edición de Mico, 1987, a la cual remitirán en adelante las referencias entre paréntesis.
3 Sobre tal instancia de la recepción, cf. Prince, 1973; Genette, 1983, pp. 90-93; y Schuerewegen, 1987.
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convirtiendo en «verdadero centro de la obra»4. A esta comunicación con el receptor
inmanente, que revela por parte de Guzmán «una evidente obsesión por la manera en
que va a ser leída su relación vital»5, quisiera yo dedicar lo esencial de mi intervención
sin aspirar, ni mucho menos, a agotar un tema problematizado —desde otros
supuestos— por los alemanistas discípulos de Américo Castro6.
«Para ser una autobiografía —resalta José María Mico—, suenan bastantes voces en
el Guzmán de Alfarache»7. De hecho, aparte de los interlocutores circunstanciales que
se cruzan con el protagonista, y —por supuesto— el monodiálogo8 en segunda persona
que Guzmán mantiene consigo mismo, llama la atención el eficaz dialogismo por el cual
el narrador involucra constantemente al «curioso lector» en la trayectoria de sus
vivencias. Si bien es norma en las narraciones picarescas, la presencia de ese alocutario
polariza en la Atalaya tanta densidad de alusiones que Francisco Ynduráin no dudó en
valorar esta peculiaridad en su ensayo sobre «La novela desde la segunda persona»9,
mientras J. M. Mico ha recurrido a la denominación de monólogo exterior para
designar la confesión de Guzmán.
La figura de dicho narratario enlaza obviamente con el Vuestra Merced lazarillesco a
quien le une una explícita curiosidad, ajena (por ejemplo) al «desocupado lector» del
Quijote. Pero mientras que el amigo del Arcipreste de San Salvador asume un papel
mudo y distanciado en su calidad de mero solicitante de la carta de Lázaro, el receptor
interno adquiere en el Guzmán una función tanto más conflictiva cuanto que no solicitó
para nada el discurso en cuestión. Su participación en la historia obedece al imperioso
«deseo» del galeote-escritor de zambullirle sin más en el relato que empieza del modo
siguiente: «El deseo que tenía, curioso lector, de contarte mi vida me daba tanta priesa
para engolfarte en ella...» (I, 125). La metáfora marítima es elocuente: de entrada, el
narratario se ve condenado a compartir la travesía en la nave-texto que le asigna el
autobiógrafo.
La relación dialogal que se va a establecer con tal alocutario, así forzado a entrar en
el juego del narrador, rompe con el distanciamiento retórico y social que caracterizaba
a la postura de Vuestra Merced. No sólo Guzmán suele dirigirse a él con un tuteo
familiar entre confidencial y cómplice, sino que no vacila en rebajarle a su propio nivel
afeándole su probable conducta o increpándole por su culpable inconsciencia. Así las
cosas, la confesión guzmaniana en forma de «alarde público» (II, 42) reviste a menudo
4 Ife, 1992, pp. 99-100. En «Narratario y lectores en la evolución formal de la novela picaresca», D.
Villanueva subraya «la eficaz presencia que el receptor inmanente tiene en la organización textual de ese
género novelesco [la narrativa picaresca]» (1991, p. 141).
5 Cabo Aseguinolaza, 1992, p. 108. «Probablemente sea el Guzmán de Alfarache —destaca, por otra
parte, el autor— la obra [de la serie picaresca] en la que la riqueza de alusiones al narratario es mayor» (pp.
120-121).
6 Todos, como es sabido, se resisten a tomar en serio la conversión de Guzmán; entre otros, cf. Arias,
1977; Reed, 1984; Whitenack, 1985; y Rodríguez Matos, 1985.
7 Ed. 1987, Introducción, I, p. 34.
8 Sabor de Cortázar, 1962.
9 En 1968, pp. 177-180.
NARRADOR Y NARRATARIO EN EL GUZMÁN 319
la apariencia de una «escritura oral»10 basada en un forcejeo dialéctico que confiere al
«discurso» (I, 125) todo el dramatismo de un alegato en defensa propia.
Lejos de tener la mira puesta en Dios cual otro San Agustín, o en un confesor
eventual como Santa Teresa en el Libro de la Vida, Guzmán redacta su «confesión
general» pensando en un destinatario que se halla inmerso en las mismas pasiones
humanas que él debió afrontar con tan pésima fortuna. La secularización es, aquí, total:
«Todos somos hombres» (I, 142) —señala una y otra vez—, «aunque de picaro, cree
que todos somos hombres y tenemos entendimiento» (I, 283-284), «somos hombres y
todos pecamos en Adán» (II, 350). Si el atalaya ocupa metafóricamente un lugar
elevado es para avisar mejor a sus semejantes de las amenazas que les asedian o se
perfilan en el horizonte. Desde tal óptica, nuestro picaro «reformado» (II, 510) necesita
a todas luces la colaboración de su receptor tan interesado como él en que los avisos
surtan el efecto deseado: «no eres más hombre que yo» (I, 264) —puntualiza—, «eres lo
que yo y todos somos unos» (I, 364-365). Tales definiciones constituyen un leitmotiv:
narrador y narratario están embarcados en la misma galera.
Se presupone, pues, que este «curioso lector» —virtual pecador él también— debe
convencerse de que los errores e infortunios del protagonista han de redundar, como
atriaca o antídoto, en provecho suyo:
este alarde público que de mis cosas te represento, no es para que me imites a mí; antes para
que, sabidas, corrijas las tuyas en ti (II, 42); a mi costa y con trabajos propios —se le repite—,
descubro los peligros y sirtes para que no embistas y te despedaces ni encalles donde te falte
remedio a la salida (II, 43).
Al asemejarse así al Pharmakos socrático11, no se le escapa a Guzmán que su
narratario, acaso harto de que le prediquen «verdades amargas», podría estar tentado
de escurrir el bulto deslizándosele —leemos— «como anguilla» de entre las manos (II,
42). Por lo tanto, el intento del narrador va a consistir en «ganarle la boca» (II, 40)
persuadiéndole de la finalidad utilitaria de una autobiografía que, en el fondo, pudiera
ser la suya.
La segunda persona, es cierto, favorece el didactismo conforme a una técnica bien
documentada en la oratoria espiritual y en la literatura humanística de índole moral.
No obstante, importa subrayar que, siendo ahí el receptor no ya un simple pretexto
didáctico sino una instancia clave de la ficción12, el uso del tú entraña una dimensión
afectiva llamada a suscitar la empatia de ese confidente más próximo a la intimidad de
Guzmán que el lector real por muy discreto que fuese. Al rechazar la narración en
tercera persona por el discurso primopersonal que le brindaba la posibilidad de tejer
estrechos lazos entre el yo y el tú, Alemán —según demostró Edmond Cros—13 optó a
buen seguro por sumergir su «poética historia» en el sistema de los afectos que, al
apelar a la sensibilidad y a la imaginación, le permitía mover los ánimos del lector
ÎO Peale, 1979, p. 33. Cf. asimismo Sobejano, 1975, III.
11 Derrida, «La pharmacie de Platon», 1972, pp. 70-197; y Cruz, 1999, pp. 75-115 («The Picaresque as
Pharmakos»).
12 Cf. Schuerewegen (1987, p. 247).
13 Cros, 1967, pp. 390-419 («La Dialectique de la justice et de la miséricorde: le système des affectus»).
Comp. Blecua, 1974, pp. 49 y 55.
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llevándole a identificarse con los avatares del protagonista y los deseos del narrador.
Dentro de tal perspectiva es fundamental —al contrario de lo que estima Francisco
Rico14— que Guzmán escribiera «desde las galeras» (I, 113), o sea desde una situación
propicia a «la compasión y misericordia»15. Soslayar este marco de la enunciación (que
afecta directamente a la legitimidad de la escritura) equivaldría a tergiversar las
condiciones de la recepción16.
Aunque resulta difícil definir con precisión al destinatario inmanente de esta
«confesión», pues a veces el tú propende a asimilarse al otro yo de Guzmán o bien, a la
inversa, se dilata en un vosotros polivalente que abarca a todos los lectores, descuellan
—eso sí— algunos rasgos específicos que se repiten a lo largo del texto.
«Impersonal pero próximo», como nota J. M. Mico (I, 34), el receptor ficticio
parece ser una instancia fronteriza entre el vulgo y el discreto lector'17, una especie de
mediador entre el texto y el lector real. Si bien no se le atribuye ninguna superioridad
moral o social, se le suele tratar con cierta deferencia: «No sé qué disculpa darte» (I,
172) —observa repetidas veces el narrador—, «si me detuve y no te satisfice, perdona
mi ignorancia» (I, 407), «-perdona mi proceder atrevido, no juzgues a descomedimiento
tratarte desta manera, falto de aquel respeto debido a quien eres» (II, 39). Por lo visto,
Guzmán cuida de amoldarse a la sensibilidad de su interlocutor. Éste, presentado como
un compañero de viaje o de posada al que se invita a «descansar un poco» antes de
emprender «la jornada siguiente» (I, 409), o como un «discreto huésped» capaz
—leemos— de «hacerme aquel tratamiento que a tu proprio valor debes» (II, 49), es
básicamente un «hermano» (I, 330, 364, 411) o un «amigo» (I, 211; II, 39, 268) de
quien se espera «una buena voluntad»: «Y si de ti la recibiere —precisa el
autobiógrafo—, quedaré con satisfacción pagado y deudor, para rendirte por ella
infinitas gracias» (II, 49). También, según ha destacado Rodríguez Matos18, ese
alocutario llega en ocasiones a disfrazarse de amo al que Guzmán se ofrece a servir en el
camino de la narración: «Comido y reposado has en la venta. Levántate, amigo, si en
esta jornada gustas de que te sirva yendo en tu compañía» (II, 39). A priori, la función
cooperativa priva sobre la función polémica.
Como vemos, convendría matizar lo que afirma al respecto Helen H. Reed: «From
the first moment, the reader is placed in an accusatory or hostile position vis a vis the
narrator [...]. The reader that Mateo Alemán imagines in the course of the narration is
almost never praised»19. La cuestión, en efecto, no es baladí: del papel que se le
reconoce al lector en el texto depende la interpretación global de la obra. Cargar las
tintas en la hostilidad del narrador para con su receptor equivale en realidad a poner en
entredicho la conversión de Guzmán así abocado al cínico alarde del rencor picaresco.
14 Rico, [1970], 2000, p. 70, n. 8: «Lo fundamental era que Guzrnán redactara el libro ya definitivamente
regenerado [...], firme en un punto de vista: que lo escribiera en las galeras o en otra parte no tenía
importancia mayor».
15 Véase Cavillac, 1999.
16 Cf. los agudos comentarios de Cabo, 1992, pp. 65-66.
17 Piénsese, v. gr., en la frase «Mas cuando te quieras dejar llevar de la opinión y voz del vulgo [...], dime
como cuerdo...» (I, p. 140). El subrayado, por supuesto, es mío.
18 1985, p. 4.
19 1984, pp. 63 y 72.
NARRADOR Y NARRATARIO EN EL GUZMÁN 321
Sólo desde la conciencia de su mudanza moral puede éste pretender hacerse aceptar
como relator fidedigno de su biografía. Este aspecto crucial ha sido realzado por
Fernando Cabo: «aceptar el relato de Guzmán es, para el narratario, lo mismo que
aceptar su conversión; de ahí la necesidad que tiene de persuadirle de su legitimidad
como narrador»20. Ahora bien, salta a la vista que Guzmán, al implicar al lector en la
narración por medio del narratario, aspira ante todo a justificar su autobiografía en un
doble plano: poético y político. Por un lado, intenta demostrar que su discurso
desborda las fronteras de la comedia y debe leerse en clave trágica: «Créeme que te digo
verdad y verdades» (II, 185); «son verdades las que trato, no son para entretenimiento
sino para el sentimiento» (II, 377)21. Por otra parte, se propone instilar la idea de que
su larga permanencia en las galeras es tal vez inmerecida en atención a su proclamada
conversión —«Hálleme otro, no yo ni con aquel corazón viejo que antes [...], mucho
quedé renovado» (II, 506); «sabía que estaba muy reformado» (II, 510)— que sólo le
valiera la incredulidad general: «siempre por lo de atrás mal indiciado, no me creyeron
jamás; que aquesto más malo tienen los malos, que vuelven sospechosas aun las buenas
obras que hacen» (II, 506). En suma, nuestro galeote pretende estimular al lector a creer
en su buena fe hartas veces puesta en tela de juicio: «Di lugar a que, conociéndome por
mentiroso, no me diesen crédito, dándolo a la voz general» (II, 127).
En esas circunstancias, F. Cabo lleva toda la razón cuando sostiene que el narrador
somete al destinatario inmanente a un «intento fundamentalmente persuasivo, antes
que admonitorio o doctrinario»22. El aspecto más evidente de este empeño por recabar
el interés y la benevolencia de su alocutario es el estatuto de oyente privilegiado —«A ti
sólo busco, y por ti hago este viaje» (II, 49)—, que se le otorga en el texto: «Oye lo que
en la iglesia de San Gil de Madrid...» (I, 135); «Oye con atención el capítulo siguiente»
(II, 50); «Yo estaba ya en el punto que has oído» (II, 426); «oye agora lo poco que resta
de mis desdichas» (II, 507). La familiaridad del tono coloquial propiciada por el tuteo
envuelve a ese testigo de oídas —«testigo te hago de que te lo digo» (II, 185)— en un
ambiente intimista que le induce a adoptar la perspectiva del protagonista-narrador. La
distancia entre ambas posturas se acorta aún más al convertirse el lector oyente en
supuesto testigo presencial capaz de visualizar las andanzas narradas: « Vesme aquí en
Cazalla» (I, 123); «Vesme aquí ya rico, muy rico, y en España» (II, 336); «¿Ves toda
esta felicidad, esta serenidad y fresco viento? ¿Ves aquesta fortuna favorable, risueña y
franca?» (II, 451). También, al irrumpir en la comunicación un nosotros cómplice
—«Ténganos Dios de su mano» (I, 142); «Líbrenos Dios, cuando se juntan poder y
mala voluntad» (I, 364); «Somos hijos de soberbia» (II, 279)—, se llega incluso a
insinuar que el narratario podría formar entre los forzados que acompañan a Guzmán
en la galera cuyas autoridades «Son gente principal y de calidad, [que] no tratan en
menudencias ni saben quién somos» (II, 499).
Así solicitado a acomodar su visión a la del personaje, el receptor adquiere la
sensación de compartir en presente el itinerario y las motivaciones del biografiado. Casi
coincidente con el acontecer diegético, el lector ficticio —observa B.W. Ife— se halla en
20 1992, p. 122.
21 Acerca de esta dimensión trágica, derivada de «la emocionada retórica del pecador arrepentido», véase
Rico, [1970], 2000, p. 95 y 1992, p. 80.
22 1992, p. 122.
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disposición de «acceder al conflicto interior de Guzmán al tiempo que se desarrolla [...].
Durante la lectura, la búsqueda de Guzmán se convierte en la suya propia»23.
Consecutivamente, las consabidas digresiones morales entran de lleno en el campo de la
ficción, pues el verdadero nexo entre las consejas y los consejos lo constituye el
narratario: él es quien justifica —«en tanto dato novelesco»24— la función didáctica.
La inmensa mayoría de los apostrofes a ese «curioso lector» se sitúan efectivamente
en las secuencias reflexivas donde el recurso al tú (no siempre abstracto ni referido al yo
escindido del monologante) suele ser de rigor, las más veces en forma interrogativa,
para requerir el asentimiento del alocutario apelando a su experiencia personal. Sobre
tales consultas, baste mencionar un par de ejemplos. Disertando acerca de la
«discreción» que obliga siempre a «el cuerdo y sabio» a «prevenir y cautelar» antes de
poner su honra en lengua ajena, el narrador deja en seguida el tema a la apreciación
íntima de su interlocutor:
¿No consideras en ti que aun tu secreto será o puede ser para el otro público, y te podrá
responder con obras o palabras lo que no querrás oír ni padecer? (I, 209)
Poco después, asimismo, tras su malhadado lance con unos cuadrilleros prontos a
golpearle sin razón, Guzmán instará a su compañero lector a reflexionar sobre el caso:
«¿No consideras la perversa inclinación de los hombres?» (I, 210). Más adelante, a la
hora de denunciar «las vanas honras» que de la noche a la mañana metamorfosean a
ruines advenedizos en personajes «entronizados»25, el procedimiento se repite con la
variante de que el alocutario viene a ser el protagonista del exemplum aducido:
Llamástelos ayer con tu criado, no dándoles más de un vos muy seco, que aun apenas les
cabía. Ya te envían hoy a llamar con un portero [...]. Dime ¿no es ese, que agora como fingido
pavón hace la rueda y estiende la cola, el que ayer no la tenía? Sí, el mismo es [...]. Y SÍ bien lo
consideras, hallarás los tales no ser hombres de honra, sino honrados (I, 281).
Trátese de discurrir sobre lacras sociales o sobre humanos pecados, se presupone
que el narratario, lejos de permanecer pasivo, coopera desde su propio examen de
conciencia a dilucidar y legitimar las cuestiones éticas que se le plantean: «Hermano,
vuelve sobre ti, deshaz el trueco» (I, 411); «Da vuelta por ti, recorre a espacio y con
cuidado la casa de tu alma» (II, 42). Dentro de esta concepción interactiva de la
comunicación, el tan trillado dogmatismo autorial de las moralidades ha de
relativizarse: pocas veces Guzmán impone su criterio sin buscar la adhesión de su
alocutario estimulado a prolongar la meditación en su fuero interno —«no te digo más,
haz tu discurso» (I, 172)—, o bien a explicitar sin reservas su opinión.
Afirmar con ciertos críticos que Guzmán se dirige exclusivamente a «un interlocutor
mudo»26, no se me antoja del todo exacto. El receptor de la Atalaya, como personaje
partícipe de la acción, adquiere una presencia que va mucho más allá de su función
23 1992, p. 108.
24 Rico, [190], 2000, p. 65. «Este narratario —nota D. Villanueva— posibilita la fácil transición de las
consejas a los consejos» (1991, p. 148).
25 Cf. Guerreiro, 1994.
26Sobejano, 1975, p. 480.
NARRADOR Y NARRATARIO EN EL GUZMÁN 323
silenciosa de «curioso lector». No sólo el narrador le incita a sincerarse al socaire de la
confidencia —«Dime, amigo, para entre nosotros, que no nos oiga nadie» (I, 211)—, y
(las más veces) a intervenir expresamente en el debate —«Dime, ¿quién les da la honra
a los unos que a los otros quita? [...] Dime más...» (I, 290-291)—, sino que le reprocha
su silencio imputándolo a un eventual temor a comprometerse o, peor todavía, a una
inconfesable connivencia con aquellos de quienes se airean los culpables tratos. Al
censurar las corruptelas de los regidores, Guzmán le recrimina así su mutismo:
¿Por qué no dices lo que sabes desto [...]? Di ¿cómo nadie lo castiga? [...] ¿Hasme entendido
bien? [...] Di también —pues no lo dijiste— [...]. Acaba ya, di en resolución que son como tú,
y de mayor daño, que tú dañas una casa y ellos toda una república (II, 267-268).
En otros casos (los más frecuentes) el autobiógrafo echa mano de un diálogo
implícito en que recoge en estilo indirecto las evasivas o reparos de su alocutario:
«¿Vendrásme a confesar agora que la ropa te engañó y la máscara te cegó?» (I, 208);
«temerariamente me darás mil atributos, que será el menor dellos tonto o necio,
porque, no guardando mis faltas, mejor descubriré las ajenas. Alabo tu razón por
buena, pero quiérote advertir...» (I, 126); «ya dirás que te predico» (II, 43), etc.
Constante es el esquema retórico «dirásme muy bien que [...], y diréte a esto [...]» (II,
39), o el diálogo a base de preguntas y respuestas.
En semejantes pasajes, tampoco es infrecuente que la voz del interlocutor quede
plasmada en estilo directo, fenómeno éste que los editores suelen materializar por el uso
de comillas: «Preguntarasme: "¿dónde va Guzmán tan cargado de ciencia?"» (I, 330);
«No disimules tu logro diciendo: "Fulano es mayor logrero"» (I, 411). Tales
intromisiones, que se limitan a enunciados breves, se reproducen en cierta meditación
sobre el Juicio Final:
Querrásme responder: «¡Pues para ese día fíame otro tanto!» [...]. Sé que se te hará presto tan
breve que digas: «Aun agora pensé que sacaba los pies de la cama», y será ya cerrada la noche
(II, 184).
Algunas veces, también, se nos sugiere que el destinatario del discurso ha
manifestado ya su opinión fuera del texto, como ocurre con los supuestos rumores que
rodearon el encarcelamiento del padre «que estuvo preso por lo que tú dices o a ti te
dijeron» (1,134).
Esas alusiones a la voz del lector —«te oigo murmurar» (I, 284); «ya le oigo decir a
quien está leyendo» (II, 377)— atestiguan que la comunicación no funciona en sentido
único y que la narración tiene en cuenta la perspectiva crítica del receptor. Tanto es así
que, en ocasiones, éste llega a abandonar su papel de sujeto paciente de la conversación
para erigirse en agente de la misma. Según advirtieron ya Celina Sabor de Cortázar27 y
Ángel San Miguel, «el tú adquiere entonces el máximo grado de presencia en la
obra»28. El ejemplo más ilustrativo de este tipo de diálogo exteriorizado se da en la
Segunda Parte (lib. 3, cap. IV) cuando Guzmán, tras enamorarse de Gracia en Alcalá,
i*' 11996622,, pp.. 8888..
28 San Miguel, 1971, p. 236.
324 MICHEL CAVILLAC Criticón, 81-82,2001
pretende lanzarse en una diatriba contra la simonía. Interrumpe entonces el relato de
sus amores, pero acto seguido se objeta a sí mismo esa tendencia suya a moralizar y
pone los argumentos en boca de su habitual interlocutor. La secuencia aludida (II, 426)
es la siguiente:
¿Diré aquí algo? Ya oigo deciros que no, que me deje de reformaciones tan sin qué ni para
qué. No puedo más; pero sí puedo, [habla Guzmán]
—¿Guzmán, amigo, esto por ventura corre por tu cuenta ni nada dello? [habla el lector].
—No, por cierto.
—¿Piensas [habla el lector] que tú sólo eres el primero que lo siente o que serás el último
en decirlo? Di lo que te importa y hace a tu propósito, que dejaste las mozas merendando, el
bocado en la boca y a los demás suspensos de las palabras de la tuya. Vuélvenos a contar tu
cuento; quédese aquese así, para quien hiciere a el suyo.
—Razón pides [habla Guzmán], no te la puedo negar y, pues con tanta facilidad te la
concedo, concédeme perdón de aquesta culpa, que ya vuelvo.
Que yo sepa, ninguno de los editores modernos de la Atalaya opta por la solución
tipográfica de los guiones o rayas para indicar cada intervención de los dialogantes; la
mayoría de ellos elige, eso sí, el sistema de las comillas y del renglón sangrado que no
excluye entender el pasaje como monodiálogo de Guzmán. Sin embargo, resulta obvio29
que se deja ahí la palabra al narratario perfectamente reconocible —creo— por su
presunta predilección por la conseja («Vuélvenos a contar tu cuento»), así como por las
excusas que, una vez más, se le dan por haberle distraído de la acción («concédeme
perdón de aquesta culpa»).
Este destinatario dialogante —prefiguración del Cipión cervantino— dista de ser un
artificio retórico : de su participación simultánea en la narración nace su progresiva
identificación con las tribulaciones del picaro y los sufrimientos de un narrador siempre
atento a definirse como «sin libertad y necesitado» (II, 55). De ahí el interés de esa
intención persuasiva (F. Cabo) que está en la base de una estrategia dialéctica hábil en
conjugar lo emotivo con lo intelectual. Una de las constantes más sugestivas de este
discurso consiste así en movilizar la afectividad del «curioso lector» induciéndole a
imaginarse en la situación vivida o, con mayor frecuencia, padecida por el
protagonista30. «Troquemos plazas» (II, 431) es una fórmula latente en no pocos
pasajes. Al respecto, elocuente es el episodio del robo sufrido por el Picaro a manos del
bolones Alejandro Bentivoglio, quien, a fuer de hijo del alcalde de la ciudad, consigue
invertir los papeles enviando a la cárcel a su propia víctima. Para hacer más palpable la
injusticia, Guzmán le propone entonces a su alocutario asumir el desamparo del
inocente atrapado en el despiadado engranaje judicial:
Daránte codazos y rempujones, diránte desvergüenzas [...]. Desta manera te harán ir a el retro
vade, a la cárcel. [...]; cuando allá llegues [...] te pondrán en las manos de un portero [...].
Registraránte un alcaide y sotalcaide, mandones y oficiales [...]. Luego desde allí entras
adorando un procurador [...]. Llegamos al juez ordinario [...] que públicamente vende a la
29 Cf. Rodríguez Matos, 1985, p. 45.
30 Comp. Reed: «in an even more dynamic way than in Lazarillo, the reader vicariously suffers the
misfortunes of the picaro and must imagine himself in the pícaro's place» (1984, p. 75).
NARRADOR Y NARRATARIO EN EL GÜZMXN 325
justicia [...]. Ya cuando llegares al superior [...] eso se le dará que te azoten como que te
ahorquen. Seis años más o menos de galeras no importa, que ahí son quequiera. No sienten lo
que sientes ni padecen lo que tú; son dioses en la tierra (II, 191-194).
Todo ello, claro, apunta a suscitar en el narratario una empatia a la medida de la
compasión que le va inspirando el falso reo amenazado incluso con una condena a
galeras cuya mención no es inocua en el contexto de la fábula31. Al verse traspuesto en
víctima hipotética de las mismas injusticias sociales que denuncia Guzmán, el receptor
no puede por menos de sentirse solidario del galeote-escritor. Granjearse la conmisera-
ción, cuando no la simpatía, del lector-confidente (y juez en potencia) es, sobre todo, un
buen procedimiento para mitigar su severidad a la hora de juzgar la «confesión».
En ese sentido cabe interpretar las reiteradas referencias a los sentimientos comunes
que, se supone, han de experimentar el autobiógrafo y su interlocutor ante deter-
minadas peripecias. Al relatar su brutal detención por la Santa Hermandad, Guzmán
no omite así tomar por testigo al narratario con vistas a asociarlo a la tropelía:
¿Quieres oír lo que sentí} [...]. Estábamos atraillados como galgos, afligidos de la manera que
puedes considerar SÍ tal te aconteciera (I, 211).
La misma retórica emocional, destinada a promover una lectura desde dentro de la
diégesis, preside el descubrimiento del robo de sus baúles en Siena:
Sentí aquel golpe de mar con harto dolor, como lo sintieras tú cuando te hallaras como yo,
desvalijado, en tierra estraña, lejos del favor y obligado a buscarlo de nuevo (II, 142).
El climax del patetismo se alcanzará con motivo de la crucifixión a bordo de la
galera :
No sé qué decirte o cómo encarecerte lo que con aquello sentí, hallándome inocente [...]. Y el
mayor dolor que sentí en aquel desastre, no tanto era el dolor de que padecía ni ver el falso
testimonio que se me levantaba, sino que juzgasen todos que de aquel castigo era merecedor y
no se dolían de mí (II, 516-517).
Es de notar que dicha postura de mártir se sitúa justo antes de «la conjuración» (II,
521) de Soto, problemático episodio final en el que Guzmán se halla confrontado al
dilema —a todas luces insostenible— de delatar a los rebeldes o de repetir la apostasía
de su padre32. En esta línea, conviene destacar que, más allá de la exposición de sus
culpas nítidamente reconocidas ante su alocutario —«ya sabes mis flaquezas» (I, 284);
«tienes tan clara noticia de las miserias que padece quien como yo va peregrinando» (II,
31 Con anterioridad, ya advirtió nuestro galeote que «por menos de seis reales vemos azotar y echar cien
pobretos a las galeras» (I, 134). Más adelante, en cambio, hará constar que para «los ladrones de bien» y
demás poderosos «el esparto no nació ni galeras fueron fabricadas, ecepto el mando en ellas de quien podría
ser que nos acordásemos algo en su lugar» (II, 266). Esta última puntualización alude a las claras al marco
sociopolítico del desenlace de la Atalaya.
32 Sobre ello, véase mi artículo de 1993. El problema ético-político planteado por dicha denuncia es muy
afín a la posición tacitista que adoptará Quevedo en su Marco Bruto : «La hipocresía exterior, siendo pecado
moral, es grande virtud política» (ed. 1961,1, p. 851).
326 MICHEL CAVILLAC Criticón, 81-82,2001
49)—, el galeote tiene una significativa tendencia a arrogarse un papel de víctima
reducida a la defensiva por «[no tener] más armas que la lengua» (II, 85)33.
Última faceta de la labor persuasiva del narrador es su empeño en recordarle al
narratario que él tampoco está libre de las flaquezas de «la vida humana». El
argumento, más insistente en la Segunda Parte, se desarrolla a varios niveles: subjetivo
—«A mí me parece que son todos los hombres como yo» (II, 42)—; con visos
hipotéticos —«hombre mortal eres como yo y por ventura no más fuerte ni de mayor
maña» (II, 42)—, o francamente afirmativo cual dato empírico: «Si gustas de jugar,
mira desapasionadamente si puedes; mas no podrás, que eres como yo y harás lo
mismo» (II, 198). En nombre de esta universal condición pecadora, «se forja —señala
B. W. Ife— un vínculo común de falibilidad entre protagonista y lector»34, falibilidad
de la cual se infiere que es arriesgado juzgar a su semejante pues nadie resulta ser tan
bueno ni tan malo como uno se figura:
Aunque tan malo cual tienes de mí formada idea —se le explica al confidente—, no puedo
persuadirme que sea cierta, pues ninguno se juzga como lo juzgan. Yo pienso de mí lo que tú
de ti. Cada uno estima su trato por el mejor (II, 40).
Según ha observado Rodríguez Matos, tales consideraciones no tienen otro objetivo
que «desarmar al narratario, incapacitarlo como censor del galeote-escritor»35. Sobre
todo, se trata de convencer a dicho interlocutor de que la única reacción justa ante un
penitente (redimible en la medida en que no oculta sus culpas) viene a ser la
misericordia tantas veces glorificada en la obra. A ello van dirigidas las decisivas
menciones al presente de la escritura, o sea a la situación desde la cual se expresa el
autobiógrafo. Todas, estratégicamente distribuidas en el relato, apuntan a rememorar al
receptor de la confesión que el emisor es ya un anciano todavía sumido en «la suma
miseria» de la galera pese a sus intentos de regeneración. Dos alusiones en ese sentido se
deslizan en la Primera Parte: «cuando yo de aquí salga, poco me quedará de andar» (I,
273); «los [trabajos] que agora padezco en esta galera»(I, 415). Y dos, más
pormenorizadas, en la Segunda Parte:
Si quisiere [el lector] advertir la vida que paso y lugar adonde quedo [...], póngase primero a
considerar mi plaza, la suma miseria donde mi desconcierto me ha traído; represéntese otro yo
y luego discurra qué pasatiempo se podrá tomar con el que siempre lo pasa —preso y
aherrojado— con un renegador o renegado cómitre (II, 49). [...] con la senectud conozco la
falta que me hice (II, 127).
No se puede enfatizar más el patetismo de la trágica condición del narrador. Por lo
visto, sus viejas esperanzas (como protagonista) de «alcanzar algún tiempo libertad» (II,
511) quedaron frustradas. Su denuncia de los amotinados, narrada en el último capítulo
de la historia, no le valió probablemente el indulto del Rey: «La traición aplace, y no el
traidor que la hace» (I, 370), había avisado Guzmán en otro lugar... En efecto, jamás se
nos dice que la consulta enviada a «Su Majestad» (II, 522) recibiera una contestación
33 Comp. Cascardi, 1979, p. 383 : «The tú is a key élément in the rhetoric of défense».
34 1992, p. 93.
35 1985, p. 64.
Description:con el narratario en el Guzmán de. Alfarache de Mateo Alemán. Michel Cavillac. Universidad de Burdeos. «Yo pienso de mí lo que tú de ti». (Guzmán